“¡No me caes bien!” solía decirme mi sobrina. Al principio, no entendía, por qué lo decía.
No podía creer que esa niña a la que había cargado desde recién nacida correspondiera a mi cariño de esa forma.
En su niñez creamos un mundo de fantasía, jugamos con ella, la consolamos, la abrazamos; sin embargo, ella se limitaba a rechazar las muestras de cariño, ni un abrazo ni un beso al saludar.
Supongo que sobreponerme a la aseveración de un adolescente en relación con lo que sentía por mí se convirtió en un reto personal.
Así que un día, decidí cambiarle la jugada y al verla le dije “¡No me caes bien!
Pero por ser mi sobrina, te voy a saludar”.
Le ha de haber parecido gracioso y desde ahí volvió a abrazarme y decirme “te quiero”.
Demetria, esa chiquilla que al paso de los años se convirtió en madre tiene que enfrentar el reto de sobreponerse a lo que su hijo siente.
Como madre, es difícil aceptar cuando los hijos quieren formar su propia familia.
Pero verlos tan felices e ilusionados, siempre mitiga el miedo de “perderlos”.
No es una tarea fácil, tiene que hacer uso de toda su paciencia y amor para brindarle las herramientas que le permitan ser feliz y reconstruir una relación armoniosa con la familia.
Coincidir con ellos en este proceso de aprendizaje, me anima a contar la historia.
Una historia de amor, un recorrido por una vida feliz, los lazos familiares que nunca se rompen para finalmente entender lo que Dan no olvida: “¡Tía! Ahora recuerdo, que, ¡no me caes bien!”.