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sábado, abril 11, 2020

El lobo con piel de cordero

«No sé por qué, pero hay veces que las manos me protegen; y otras veces me hacen sufrir», pensó Tiburcio.

Había intentado, una y mil veces, controlarlas, pero siempre le superaba la tendencia natural de depredador que le desgastaba por dentro. 

No podía evitarlo, sus manos siempre se acababan apoderando de su alma y lo conducían a los abismos del averno. 

Unos le llamaban “chófer diabólico”, y otros opinaban que descendía del mismo Satán. Sabía perfectamente que tendría que cumplir condena por culpa de sus manos, que habían asfixiado a tantas víctimas inocentes. 

El depredador en que se había convertido se aferraba a los pescuezos de las muchachas como si fuera un león presionándole la tráquea a un búfalo. Su alma nunca quedaba saciada, siempre estaba lista para la batalla. Y sus adversarias eran mujeres inocentes que solo deseaban llevarse el recuerdo de una noche agradable. 

Pero él las hacía descender a los precipicios más insondables. No era culpa de sus manos, aunque a veces pensaba que sí lo era. Es cierto que el cerebro mueve las extremidades, pero cuando se hallaba en medio del acto sexual no podía evitar sentir que eran ellas, sus manos, las que tomaban el control. 

Su madre ya se lo había advertido cuando lo encontró, a la edad de doce años, sobre una de sus primas. La pobre gritaba de angustia y tenía esa mirada asustada que luego tantas veces contemplaría. 

Ella era de su misma edad y los pezones ya le abultaban en el pecho. No pudo evitar sentirse atraído por la chiquilla; le daba exactamente igual que fueran familia. 

Se marcharon juntos al dormitorio, a jugar a los médicos, y sus manos tomaron el control: le rodeó el cuello y apretó con tanta fuerza que las venas se le hincharon como a los cantaores de flamenco. 

Él se dejó llevar por el imaginario sonido de una guitarra, al compás de unas bulerías. De pronto, un sexto sentido le advirtió que su madre se hallaba sobre él. La mujer empezó a darle golpes con el palo de la escoba, intentando calmar la furia que se había apoderado de su voluntad. . 

El chico no sabía aún de dónde habían salido esos genes, si en su familia había existido algún psicópata con unas manos tan poderosas como las suyas.Su prima salió corriendo sin mirar atrás. 

De eso hacía muchos años, y no había vuelto a saber nada de ella, tal era miedo que le habían provocado sus dedos hundiéndole la nuez con tanta furia. 

Estuvo a punto de exhalar su último aliento. A veces sentía miedo de sí mismo. Intentaba evitar la conexión de sus manos con su cerebro, que era lo que activaba al bárbaro que llevaba dentro. Había querido cambiar eso con las distintas relaciones que había tenido. 

Pero en el fondo tenía que admitir que sus manos gozaban apretando los cuellos de aquellas pobres presas que habían pasado por su lecho.