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lunes, septiembre 30, 2019

Serie Treinta y... Diario de una treintañera

1. No sé si tirarme al tren... o al maquinista

Francamente, no entiendo a Bridget Jones. ¡Los treinta años son una edad fantástica! Sigues siendo lo suficientemente joven como para poder salir de fiesta y hacer el tonto sin que nadie te mire raro, pero a la vez eres lo suficientemente mayor para que te tengan que tomar en serio cuando quieres.

Tienes el culo más caído, vale... eso es verdad. Pero también tienes más claro lo que quieres, tienes más seguridad en ti misma, más independencia económica y además eres una soltera de amplio espectro: ¡puedes ligar con hombres de prácticamente todas las edades! Para los maduritos, eres una apetecible yogurina llena de vida, y para los veinteañeros, una interesante mujer experimentada.

Para mí, esta última ventaja, es la más interesante de todas. Sobre todo teniendo en cuenta que poco antes de cumplir los treinta años lo dejé con mi novio, con el que llevaba siete años saliendo y cuatro viviendo juntos.

Mis amigas solteras me habían advertido un montón de veces de lo mal que está el mercado, de lo difícil que es ligar, de lo estrechos que son algunos tíos y de lo rápido que se encoñan otros... Yo pensaba “¡Qué exageradas! ¡No será para tanto!”, pero cuando empezamos a salir de fiesta, me di cuenta de que el panorama no era como ellas me lo habían pintado... ¡¡ERA MUCHO PEOR!! El que no era bipolar, te quería presentar a sus padres el segundo día de conocerte, o era frígido, o te dejaba de hablar a días alternos, o te decía que se estaba reservando para el matrimonio, o ¡yo que sé!

Mis amigos se meaban de risa cuando les contaba las cosas que me pasaban el fin de semana. Decían que algo raro tengo que hacer, porque parece que tengo un imán para los trastornados. Y yo les contestaba "¡Que no solo soy yo! ¡Que a las demás les pasa lo mismo!". Y ellos siempre me decían "Pues chica, será que tú lo cuentas con más gracia, pero yo nunca le he oído a nadie que le pasen unas cosas tan raras, y mucho menos tan a menudo".

Es verdad que la gente que me rodea siempre me ha dicho que debería escribir un libro. No tanto porque sea un despiste con patas y siempre esté provocando situaciones absurdas (que también), si no porque soy capaz de contar cualquier situación cotidiana como si fuera una aventura fantástica.

En aquella época no había un solo domingo en el que no se me abrieran diez ventanas de chat preguntándome qué me había pasado ese fin de semana. 

¡No daba abasto a contestar a todo el mundo!
Llegó un momento en el que incluso me planteé escribir un boletín el domingo por la mañana para mandárselo a todos a la vez, y así no tener que escribir lo mismo por la tarde diez veces.

Hasta que me dije: "Quizá sí que debería escribir ese libro. Está claro que el contenido y la expectación ya los genero".

2. Se me pasa el arroz pero no el conejo

Cuando Sandra volvió a la soltería, pensaba que afrontaría esta nueva etapa con madurez y tranquilidad, pero no tardó mucho en darse cuenta de que, en cuestión de amores, se siguen haciendo las mismas tonterías con treinta años que con quince. 

A pesar de que todo el mundo diga que los hombres son muy simples, Sandra y sus amigas tienen la sensación de que se van encontrando a los chicos más complicados y más raros del mundo, tanto en el terreno sentimental como en el sexual. 

Porque, aunque en las novelas y en el cine, todo es bonito y poético cuando los protagonistas tienen sexo, en la vida real muchas veces te lo pasas mejor contándoles a tus amigas el desastre de polvo que has echado el día antes, que el rato que has estado a ello... y, en ocasiones, incluso tardas bastante más en hacerlo.

Este libro nos sumerge en la vida diaria de Sandra, en las relaciones con sus amigas y en sus problemas laborales, de salud, amorosos y sexuales. 

Con su particular manera de contar las cosas, sin tapujos ni adornos, leer el diario de Sandra te dará la sensación de que estás hablando con una amiga.

3. Un yogurín surfista envuelto para regalo, por favor

En el verano de 2015, mis amigos y yo nos fuimos de vacaciones una semana a la playa. 

En aquel entonces todavía no había llegado el baby boom a mi pandilla y solamente había una pareja que tenía una niña de tres años. 

Los demás todavía no se habían decidido a tener descendencia a pesar de llevar mil años emparejados (a excepción de mi hermana y de mí que éramos las únicas solteras del grupo), por lo que las vacaciones se presentaban como una semana de relax llena de planes tranquilos y familiares. 

Y la verdad es que sí que lo fueron, a excepción de una noche, en la que vivimos la historia más absurda que hemos protagonizado jamás... y eso que la mitad de nosotros ni siquiera llegamos a salir de casa.